03 abril 2015

En el aire...

Una de las características del arte es que es suntuario. En otras palabras, no sirve para nada y no debe servir para nada.
Eso dice la teoría, pero la realidad muestra que el  arte se ha vuelto utilitario. Se mueve en un mercado de oferta y demanda, se compra y vende obra, adorna, entretiene y educa. Si volvemos a la idea de que el arte no debe servir para nada, pero que a la vez tiene que ser útil, nos enfrentamos a una contradicción ontológica. Sería como fabricar una silla donde una no se puede sentar, una plasticola que no pegue, una olla con un agujero en su base... una música que no sirva para nada.
El arte en nuestra época está atado a un devenir funcional a medias: casi lindo, casi práctico, casi importante. Sin pena ni gloria.

La función del artista en nuestros días, esta cada vez más confundida con respecto al imaginario que sitúa al artista como agente de un cambio social. Nos veo como apasionados secretos, en un teatro escondido, que ocasionalmente hacemos resonancia con el main-stream. El opuesto al artista que cambia el mundo sería un artista que no toca al mundo en absoluto. Ninguno de los dos nos representa. El artista ha vuelto a su torre de cristal, pero no a la torre lejana e inalcanzable desde donde ve al pueblo, sino a una torre que lo expone y lo vuelve completamente visible. Visible de una manera irrelevante.

-Jaimito: ¿Existe la música que nadie escucha?
-Maestra: ¿Y la música que te entra por un oído y te sale por el otro?