Estoy volviendo a Ámsterdam, escribiendo en el tren, decantando la experiencia de los 10 días pasados en Berlín.
Berlín se me antoja una ciudad en movimiento, una ciudad que se está autogenerando segundo a segundo. Todo se transforma, el este se va reformateando, las casas se van ocupando, gente de todas partes del mundo va llenando nuevamente la ciudad.
Como una ciudad de Ítalo Calvino, Berlín se me aparece como una ciudad inventada: una ciudad en proceso, en constante mutación, una ciudad energía. En Berlín la geometría de la ciudad no se revela clara: no hay centro, sólo enormes espacios vacíos entre racimos de edificios como cubos. El vacío ha sido creado por las bombas de la guerra, o por el muro que dividió la ciudad. Las anchas calles separan los lugares en lugar de unir, creando enormes descampados a cada paso. Berlín es una ciudad con un montón de espacios en blanco, que en un movimiento lentísimo pero constante, se van llenando, milímetro a milímetro, micro segundo a micro segundo.
Todavía hay lugares derruidos, viejos, rotos. Todavía hay cosas por hacer en esta vieja Europa que en general esta saturada. Berlín me hace acordar muchísimo a Buenos Aires: una gran ciudad, una híper-mole inacabada en constante proceso de regeneración y con muchísimos espacios todavía libres para ser resignificados. Berlín y Buenos Aires se me aparecen como ciudades esperanza y como un deseo que nunca se terminen de completar.