El año pasado me tomé una especie de año sabático, si a eso se le puede llamar un año donde no tuve ni tiempo de respirar.
Fue un año, o mejor dicho un par de años, donde me sumergí en lo pragmático, en la producción en todas sus variables: artísticas, logísticas, financieras, humanas.
Dormí poco, cargué escenografía en camiones a las siete de la mañana, hice cuentas, malabares de producción (si existiera el premio Lita de Lázzari a la producción de conciertos, ¡¡¡me lo otorgo yo misma!!!), hice cursos de marketing en holandés, cosí más de mil flyers, me tomé cientos de cafés en tres idiomas, fui más camarera que nunca, anduve kilómetros y kilómetros en una bici cargadísma de cosas usadas…
No tuve espacio para escribir porque no estaba en un estado de formular nada, sino en un estado de acción continua, de pragmatismo puro. Miraba la pluma de reojo, con un toque de envidia, y la veía como una sofisticación de mi propio museo personal, un fetiche de mi pasado.
Una de las conclusiones más personales, que podría formular, es que en la medida que uno concreta las ideas, se aprende mucho de los límites y las propias posibilidades. Poner un sueño en la tierra es una alquimia rara; aunque el proceso sea exitoso, el logro trae consigo el límite: lo que es define claramente lo que no es (como se ve, la filosofía de bar jamás me va a abandonar!).
Con esta gimnasia de superproducción continua supe más de mis bordes que de mis habilidades. Aprendí a desangelar propósitos, a sacarme los anteojos rosas, a dejar de drogarme con mis ideas estéticas. Y salí a la cancha de cinco, a pelear el medio campo. Convengamos que vivir en Holanda ayuda mucho al desangelamiento general del planeta, pero esta vez y solo esta vez (prometo recuperar el hippismo rápido!) lo vivo como algo positivo.